México ocupa el primer lugar en cesáreas del mundo, según anotó la organización El Poder del Consumidor el miércoles pasado, pero entre todas las ciudades del planeta, Monterrey es puntero en este tipo de cirugías.

Mientras la Organización Mundial de la Salud considera comprensible que un 15 por ciento de los partos tengan complicaciones y terminen en intervención quirúrgica, el 72 por ciento de los niños y niñas regiomontanos son “sacados” del cuerpo de su madre, ¿esto nos retrata muy modernos o más bien ignorantes?

Pocos panoramas más peligrosos que estar en las manos de un doctor que no se atreve a poner en duda sus conocimientos. Ese doctor no está preparado, sino programado para la repetición. La amenaza se concreta cuando el paciente asume el rol del irresponsable, desinformado y temeroso doliente que se pone en las manos del médico con la misma sumisión irracional que presentaría ante cualquier brujo: cúreme, sálveme, haga nacer a mi hijo.

Así que el problema que hoy quiero plantear tiene un origen cultural. No pretendo señalar a los obstetras intervencionistas, que se creen indispensables en todos los casos, como los únicos responsables del malentendido; pues del otro lado está la sociedad que asume el embarazo como una enfermedad que debe ir a curarse a los hospitales (“¿Ya te aliviaste?”). Así, las mujeres nos convencemos de que no sabemos parir y nos relegamos al papel de simples contenedores de hijos.

Las cesáreas son un avance tecnológico y científico. No cabe duda. Gracias a estas intervenciones se han salvado muchas vidas, pero tendrían que entenderse como “un mal necesario”, nunca como un atajo posible, ni mucho menos como un derecho. A menos, claro, que por derecho entendamos la libertad de poner en un riesgo innecesario al bebé y a la madre.

A partir de la década de los 80, las cesáreas comenzaron a utilizarse sin control. Parecía absurdo privarse de un parto rápido y “sin dolor”. Sin embargo, se supo después que el parto industrializado incrementa las posibilidades de contraer infecciones, aletarga al bebé en sus primeras semanas e interfiere en la descarga natural de hormonas que protegen a la madre y al bebé y que, entre otros vitales procesos, facilitan el amamantamiento.

Los últimos descubrimientos acusan que la labor de parto la inicia una hormona que secreta el cerebro del feto. A partir de ese momento quien realiza los más importantes esfuerzos para cruzar el canal de parto es el mismo bebé. En este complicado viaje no sólo exprime los líquidos de sus pulmones e intestinos, sino que nace alerta, con su instinto de succión despierto y sus ojos bien abiertos, es decir, preparado para vivir. Pero estas evidencias no parecen haber llegado a Monterrey.

Aquí se sigue entendiendo el parto como la máxima expresión de dolor y a la cesárea como su solución. Es una lástima que ignoremos que el dolor se potencializa con el miedo y la tensión. Por lo tanto, si la madre estuviera mejor informada, si a su lado tuviera un apoyo amoroso, si se prestara atención a sus emociones y no se sintiera presionada a apurar un proceso natural, los partos no acabarían en sufrimiento.

Por desgracia, antes que explicar los beneficios del parto natural, los doctores promedio sacan su calendario y programan una cesárea arbitraria. Casi nadie repara en que el protagonista del evento, es decir, el bebé que está por nacer, no ha sido tomado en cuenta en la decisión. El padre, cuando está, cree que el asunto concierne a la madre y al doctor.

Es doloroso aceptarlo, pero las cesáreas electivas son la representación de la violencia socialmente asimilada. Al nacer experimentamos el trauma de abandonar un ambiente ideal. Tendríamos que ser consolados por los brazos amorosos de nuestros padres, pero al nacer por cesárea nos reciben con una nalgada -para despertarnos-, inyecciones y una serie de aspiraciones nasales y rectales. Sufrimos, pero nadie parece conmoverse.

Somos parte de la familia de los homínidos, es decir, somos mamíferos. No tiene sentido esconder nuestro carácter animal, antes bien, podríamos disfrutarlo en lo que hoy se conoce como “parto mamiferizado”, que no es otra cosa más que parir confiando en nuestros cuerpos.